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La niña y los árboles

243 ILUS EVA2 1wÉrase una vez una niña que amaba los árboles y sentía que éstos eran sus auténticos amigos y familia. Ella vivía en un pueblo muy particular llamado Viejunes del Moral. Se ubicaba en plena llanura castellana pero no parecía de ahí. Viniendo por cualquiera de las carreteras, podías ver campos infinitos de trigo o girasoles. Al mirar al horizonte siempre veías la mitad azul y mitad amarilla o verde según la estación.

Pero al llegar a Viejunes te recibía una fila de álamos blancos y, afinando el oído, hasta podías escuchar un río. Los riscos comenzaban a esa misma altura y antes de visualizar la primera casa se veían ya las montañas al fondo.

Así que en medio de la llanura castellana se sitúa Viejunes del Moral, orgulloso de sus montañas, su bosque de pinos y un sotobosque de enebros: una especie de oasis fresco en medio del llano.

Pero volvamos a nuestra protagonista: Cuando la pequeña terminaba el colegio siempre salía corriendo para que le diera tiempo a darse una vuelta por sus “lugares estratégicos”: la visita a la huerta por ejemplo era obligada. El primero que la recibía en la entrada, tornándola majestuosa y elegante era el nogal centenario, que sólo con su presencia ya imponía respeto. Después estaba uno de sus preferidos: el manzano, que tenía una rama quebrada desde tiempos inmemoriales y que era perfecta para trepar, sentarse o columpiarse. Normalmente ese paso por la huerta incluía también comer alguna de las frutas, ya sea del ciruelo, de los melocotoneros… todo dependía de la estación, o de lo que sentía en el momento. Le encantaban también las flores que daban, sus favoritas eran las de su querido manzano. Cuando tenía algo más de tiempo se perdía en el pinar: para ella era como entrar a una aventura, un ambiente especial, casi como en la ciudad sería el escenario de un cine o un teatro donde todo puede pasar: había otro clima, sonidos, animales y personajes que hacían que siempre fuera diferente.

Durante años los paseos vespertinos con la abuela y sus amigas, ya sea que la llamaran sólo para caminar o para recolectar setas, ir a la montaña a por té o hierbas, ella los tomaba como un momento de investigación. Se iba fijando en todos los árboles por si se le había escapado de la vista alguno, o si les había atacado alguna plaga, o simplemente cómo les trataba el invierno.

A su mejor amigo ella lo llamaba “parada del autobús”. Estaba a las afueras del pueblo, por una carretera secundaria pasando un par de colinas, cuando el paisaje ya era de nuevo azul, amarillo y seco. En un alto se encontraba este olmo enorme de copa redonda que daba una sombra extensa, larga y reconfortante. Una de sus raíces era suficiente para servir de asiento para la niña. Allí ella pasaba las horas contándole a su amigo sus cosas o escapando de alguna regañina familiar.

Los años pasaron y sus padres después de un lío de herencias decidieron irse del pueblo. Ella pasaba los días apesadumbrada y sus padres no entendían muy bien el por qué, ya que no tenía grandes amigos ni amigas en el pueblo ni era muy sociable. Pero ella había aprendido a guardar el secreto de su relación con los árboles, especialmente después de las miradas de asombro que había recibido cuando la encontraron una vez dormida abrazada a uno.

Sus amigos le habían enseñado paciencia y robustez, sabría esperar.

Los primeros días en la ciudad preguntaba por qué los arboles estaban en medio de la calle en esos huecos cuadrados de tierra y percibió con mucho asombro una gran tristeza en ellos. Pero también le sorprendieron los colores: jacarandás morados que no había visto nunca y otros de los que no sabía el nombre, pero que le parecía que tenían un color tan amarillo que casi habían copiado al sol. Poco a poco fue estableciendo contacto con ellos, pero no encontraba dónde sentarse y estar a gusto, ya fuera porque no había lugar o porque siempre pasaba gente cerca.

Los padres nunca volvieron al pueblo. Ella al cumplir dieciocho años lo primero que hizo fue sacarse el carnet de conducir. El mismo día que se lo dieron les pidió a sus padres el coche. Le temblaban las piernas cuando cogió la carretera sola por primera vez, pero ella sabía que era su momento, lo había sentido profundamente en el cuerpo y no tenía dudas. Siguió la ruta que había estado estudiando durante años para regresar a su Viejunes querido. Cuando llegó a la altura de los álamos abrió las ventanillas y pasó con el coche, amigo por amigo, abrazándolos a todos hasta que cayó la noche. Sólo alguien que conociera el lenguaje de las personas y los árboles podría decir quién estaba más feliz si ellos o la niña.

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