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El surgimiento del yo

241 EVEN PABLOwSolemos pensar que nuestro yo es una especie de líder del organismo, que define, sentencia y dirige, que decide y ejecuta sus pretensiones sin dudarlo. Una suerte de presidente vitalicio de nuestro cuerpo, y sin embargo puede que ese yo sea algo totalmente diferente a lo que hemos creído hasta ahora…

Alan Watts decía que un niño occidental pregunta a su madre: -¿de dónde vengo?, mientras que un niño chino pregunta: -¿cómo surgí? En el primer caso vemos la idea de mecanismo compuesto por partes que se agregan desde fuera, mientras que en el segundo notamos la noción de desarrollo emergente. Giordano Bruno nos recuerda también que “si ningún lugar del universo puede con propiedad ser llamado el centro (porque el universo es infinito), entonces todo lugar puede serlo por esa misma razón”.

En occidente hemos desarrollado una noción mecánica de la vida, esto es, entendemos que si existe una máquina debe por fuerza haber un operario, aquel que alegremente mueve las palancas y aceita los mecanismos oportunamente de forma que todo el proceso continúe sin problemas. Es decir, consideramos necesaria la idea de que alguien desde fuera del mecanismo lo esté conduciendo (deus ex machina). Ello trae como consecuencia la aparición de “el que sabe”, el redentor, la autoridad que infaliblemente nos guía porque posee una perspectiva inmaculada, ya que es capaz de ver lo que nosotros no somos capaces de percibir, y que por ello le dedicaremos nuestra más fiel admiración y obediencia. Además le tributaremos nuestra devoción con bienes materiales, con lo que contribuiremos casi sin notarlo a engrandecerlo todavía más, con lo que se nos antojará todavía más “especial”, olvidando que su status lo consiguió mediante la aportación de todos los que lo reconocemos como necesario e idóneo.

Luego comienza en nosotros la sensación de agradecimiento por ser receptores de tantos dones de parte de nuestro instructor, dones que provienen de nuestros aportes, los cuales, en la medida en que el poder y el reconocimiento de nuestro ahora “líder” crece, ya dejan de ser aportes voluntarios para pasar a ser impuestos (la misma palabra lo dice todo). Y tras un tiempo, nos dará la sensación de que todo ha sido así desde siempre, y veremos con actitud resignada como nuestro líder inmaculado y sabio traspasa su fortuna y condición a sus sucesores de sangre o por designación “a dedo”, además de generar toda una cohorte de secuaces cercanos a él, que viven de los dividendos que genera la gestión que el líder lleva a cabo sobre nuestras vidas. Y puede que un día nos preguntemos: -¿pero cómo fue que llegamos a esto? Pero ya será tarde, ahora seremos completamente dependientes de sus manipuladoras dádivas cual persona que por no ejercitar sus músculos por mucho tiempo, ahora depende indefectiblemente de la ayuda de otros para poder caminar.

Así nos adentramos en la idea de que cuando poseemos un sistema de vida que implica que alguien (Dios o el Estado) o algo (algún libro sagrado o ley) tiene la claridad necesaria como para determinar qué es mejor para nosotros y también cómo y cuándo resultará más conveniente, entramos en una telaraña narcótica de la que difícilmente podremos salir.

Los países católicos proverbialmente han considerado bueno al ser humano, con lo que la confianza en las personas que detentan un paternal poder representativo de Dios no se cuestiona, mientras que para el mundo protestante, hijo de la reforma, el poner en duda los motivos de los seres humanos es un deber, tal como exclamaba Cicerón: ¿Cui Prodest? (¿Quién se beneficia?).

En oriente y en toda cultura milenaria, por el contrario, se entiende a la vida como un organismo, cuyas partes no se agregan ya manufacturadas por alguna entidad ajena, sino que emergen del propio organismo tal como un brote emerge de una planta o un niño lo hace de su madre, con lo que se abre así la posibilidad a una organización espontánea de las sociedades, sin intermediarios sacrosantos.

Esto parece una friolera pero cuando revisamos sus consecuencias prácticas descubrimos que los paradigmas de pensamiento generan realidades político-sociales muy complejas y a veces nocivas. Veamos. Si entendemos que siempre tiene que haber una entidad externa que maneje a cada ser o sistema viviente, presuponemos que es incapaz por sí mismo de expresarse y desarrollarse correctamente, y así tendremos al padre interventor, aquel que no permite que el niño dé un simple paso sin someterlo a escrutinio para ver si coincide con su preestablecido plan para él, imponiéndoles un modelo que es pasado de padres a hijos llamado “cómo debe comportarse un niño”.

Claramente ello genera seres humanos infelices, incompletos, por no poder vivir su propia singularidad sino que en su lugar buscan adaptarse mediante obediencia o coerción a las directivas que vienen de fuera con el fin de recibir las dádivas (palmaditas) que le confirmarán que “va bien”. Por el contrario, si dicho padre cumpliera una función emergente, no se presentaría como alguien externo a la dinámica del niño, sino que se conduciría dialogando con él a todo nivel, escuchando lo que dice y lo que hace para así poder interactuar de la forma más adecuada para alentar su sano desarrollo.

Cuando vivimos de forma orgánica, no nos regimos por reglas preconcebidas, rígidas, sino que pactamos, dialogamos, ajustamos nuestras actitudes y deseos de forma de integrarnos a la dinámica que se nos presenta. Pero para ello hace falta decrecer, disminuir la complejidad de los sistemas, y una forma de lograrlo es dividir en lugar de agregar, ya que cuando las unidades son menores hay mayor posibilidad de acuerdos autogestionados que cuando la magnitud o multitud de los integrantes de un sistema lo impiden.

Chuang Tzu, apuntaba algo similar: “…todo era armonía hasta que se inventaron las cinco notas (escala pentatónica).”

Lo anterior nos arroja a la idea de empequeñecer nuestro mundo en lugar de agrandarlo, de simplificar en lugar de complicar. También Guillermo de Ockham lo postulaba en su “navaja”, que implicaba que de muchas respuestas o soluciones posibles a un determinado problema, normalmente la más simple y sencilla suele resultar la más efectiva.

Cuando actuamos desde nuestra singularidad, desde la expresión más simple del ser, es cierto que tendremos más trabajo, el que conlleva pensar, dialogar, decidir, asumir responsabilidades, en lugar de tan solo rendir pleitesía al Estado, al líder del grupo o al ego. Cuando agregamos entes impositivos externos, anulamos nuestra capacidad de recordar quiénes somos (anamnesis) y cuánto podemos hacer por nosotros mismos. Por ello el ego no es un elemento que impone desde fuera, sino una función más del organismo total, por lo que el acto de decidir es un acto ya no egoico, sino del ser total.

Pablo Veloso.

COLABORADORES Revista Verdemente