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Buddhi, la mente iluminada

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Partamos de buddhi o el intelecto. Normalmente entendemos “intelecto” como “mente” (sí, así de planos somos), como pensar, o como mucho como ser “inteligentes”. La palabra “inteligencia” proviene de inte-leggere y significa “leer entre líneas”. Entonces, alguien que utilizase su intelecto (buddhi), estaría viendo cosas que otros no ven. Por ejemplo, alguien dice: -sí, a las cuatro estaré allí, tú espérame dónde acordamos-. Una persona que esté funcionando a través de su mente habitual (manas) tomará esa afirmación por lo que su contenido lógico expresa, por lo que seguramente irá a las cuatro al punto de encuentro. Por el contrario, una persona que estuviera funcionando también a través de su intelecto (buddhi) sospecharía de los gestos corporales que el emisor de la afirmación hizo visibles (gestos faciales, postura corporal, inflexiones en la voz, antecedentes del individuo, rapidez en el habla, mirada, etc…), y quizá llegaría a una conclusión diametralmente opuesta. Y por ello no acudiría a la citada reunión, sabiendo que su interlocutor probablemente dijo eso tan solo para salir del aprieto en que se encontraba, pero que no tenía la más mínima intención de cumplir lo que sus palabras afirmaban.

Los griegos llamaban a la mente habitual, psique o alma (pronunciada “psijé”), y al intelecto nous o “espíritu” (pronunciado “nus”). Podemos imaginar a la mente cotidiana como aquello que está muy comprometido con los datos evidentes y al intelecto con aquello que escudriña buscando lo que no está expuesto pero igualmente está allí. Si funcionamos tan solo en el ámbito de la mente cotidiana nuestro mundo estará basado en lo dado. Así si “a” es “a” y “b” es “b”, así lo recordaremos siempre que alguien nos lo pregunte, pero si un día alguien osara preguntarnos: -¿y si mezclas “a” con “b” que sucede?-. No sabríamos responder, porque para ello habría que tener una capacidad de imaginar algo que no está allí, algo que quizá no sucedió todavía, y eso es campo del intelecto.

Aunque parezca mentira, un gran porcentaje de la humanidad jamás echa mano del buddhi o intelecto, y tan solo baraja datos (qué equipo ganó ayer, si lloverá mañana, qué bonita es fulana, no me gusta mengano o si subirá el precio del combustible), es decir, es incapaz de aplicar el poder de síntesis, porque para ello hace falta la “abstracción”, palabra cuyo sentido nos habla de “sacar de lo visible, de lo dado”. 

Cuando hablamos de la intuición en contraposición a la razón, nos referimos al intelecto. Si planteáramos todo el sistema enumerativo que el samkhya nos propone como una especie de árbol (como el de la kabbalah), tendríamos al purusa arriba del todo junto con prakritti a su lado, luego un poco más abajo mahat, y enseguida el antahkarana que estamos examinando, comenzando (desde arriba) por buddhi. Esto nos pone en evidencia que quien funciona frecuentemente desde buddhi se encuentra  más cerca de purusa por lo que, si imaginamos a purusa como un sol, el sol de la mónada vital, buddhi sería el principio (del antahkarana) que está más “calentito”. Tal como una bola de hierro que ponemos cerca de un fuego toma calor y también lo irradia, así también el intelecto es aquel en quien se pone en evidencia la irradiación del “Espíritu Supremo”, por lo que todo lo que exprese el intelecto tendrá ese “perfume” de profundidad y armonía. A diferencia de manas o la mente racional habitual, que por estar más alejada, se encuentra más “fría”, y todo lo que de ella provenga carecerá de la profundidad citada más arriba.

Todas las prácticas meditativas buscan disminuir el “ruido mental”, es decir, el funcionamiento de manas o la mente habitual, de forma que se ponga en evidencia el sutil funcionamiento de buddhi. A veces nos pasa en la vida cotidiana, casi por casualidad, que nuestra mente por un momento se calma, y surge allí mismo un pálpito, una intuición, que para nuestra sorpresa, nos da la clave para la solución de un problema que acarreábamos desde hace días sin dar con la solución.

La mente racional (manas), tan solo acumula datos y se basa, para funcionar en raga y dvesha (atracción y rechazo). Ya lo dijimos, la mente habitual ve objetos aislados y los cataloga. Era tarea del vaisesika o ciencia el catalogarlos “allí afuera”. Pero es la del samkhya el hacerlo “dentro”, por lo que el mismo árbol que la ciencia catalogó como perteneciente a tal y cual familia botánica, el samkhya o psicología, a través de manas o la mente se sentirá atraída o repelida hacia el mismo árbol. 

Vivimos en un mundo de manas o mente habitual, que cataloga todo lo que ve bajo los simples parámetros de “me gusta” o “no me gusta”. Y en eso se encuentra la respuesta de por qué no hay armonía en nuestro mundo actual. No hay buddhi o intelecto. El intelecto, al contrario de la mente diría ante el mismo árbol: -ése árbol es como una imagen de mi vida, tengo mis “raíces” en la “tierra” de mi pasado familiar, pero la voluntad, mi “tronco”, me ayuda a erigirme alto para que las “ramas” de mis aspiraciones me permitan elevarme hasta dónde la “luz del sol” de Dios me puede nutrir. Y así es que llego a dar aquellos “frutos” que no ocurrirían de otra manera-. ¿Qué ha hecho el buddhi con la visión de un simple árbol? Pues no se ha centrado como hizo la mente en “me gusta” o “no me gusta”, sino que supo ir más allá, se “salió” de los límites literales que el árbol le imponía, y alcanzó sutilezas propias de los poetas, pudiendo de esa forma, utilizar como soporte o sustrato, un simple árbol, para proyectarse al infinito…

Por ello decía Heidegger que la poesía era la forma más adecuada para hablar de lo sublime. Sin embargo, nuestro mundo actual carece por completo de poesía, de música, de pintura, aunque aparente tenerla y en grandes cantidades gracias a las redes sociales, porque lo que cuenta no es la cosa en sí, sino desde qué posicionamiento se la aborda. Esto es, yo puedo estar frente a la más maravillosa pintura, u oír la sinfonía más conmovedora que jamás se haya compuesto, y sin embargo abordarlas desde mi inercia consumista, positivista, por lo que la pregunta que me estaré haciendo en el momento en que esté frente a ellas es: -¿y esto de qué me sirve?- De lo más triste.

Pablo Veloso

(fragmento del libro de Pablo: Veloso Sadhana, el Camino Interior)

Ahora, dado que nuestra cultura es pro-hombre, y tiende a deificar todo lo masculino (la fuerza, el poder, la razón, la agudeza), la mujer ha acabado pensando que su naturaleza es débil y errónea, que debe cultivar cualidades que la pongan a la altura de las circunstancias en un mundo que exige, valora y premia sólo  valores masculinos. Así la mujer se ha convertido en heroína, empresaria, fría funcionaria, política, etc. Lo anterior le ha parecido un progreso, tanto como me parecería a mí un progreso el cortarme un brazo en una cultura en que se propusiera como ideal el ser manco.

Hoy en día, muchas mujeres guían su vida de acuerdo a valores de producción, de lo que "conviene", de lo "óptimo", en lugar de dar espacio a un corazón que suaviza las cosas.

La mujer ha perdido su esencia, ha vendido su alma al diablo, literalmente (ya que el alma es el anima y el diablo se relaciona con el animus), con lo que ha ganado mucho materialmente, pero ha conseguido alienarse y sentirse carente de aquello que es su propio centro.

Cuando una mujer siente, se conmueve, o se quebranta emocionalmente, eso, hasta un cierto punto es consentido y aceptado, ya que alguien tiene que encarnar y simbolizar lo ausente (el alma). Pero sus congéneres, las otras mujeres, tienden a verla como una vergüenza de su clase, como alguien que no pudo alcanzar el status adecuado, el de hombre.

Volver a sentir es el verdadero desafío de nuestra cultura, no solo de las mujeres, ya que los hombres hemos olvidado como hacerlo también, pero, para alguien cuyo centro es el sentir, perderlo es perderlo todo.

Hace falta que las mujeres se permitan eso que hoy en día interpretan como debilidad, pero que no lo es en absoluto, ya que no hay nada más fuerte que la paciencia, la contención o la dulzura.

No estoy proponiendo que la mujer no estudie o que se aleje de toda función intelectual, sino que evite el caer en una dureza racional que pretende "pensarlo todo", aún lo que se siente.

Si las mujeres aceptan este desafío, estarán "sanando" a toda la especie humana. Los hombres también están neuróticos, ya que ellos tampoco encuentran dónde depositar sus proyecciones emocionales, ya que las mujeres ya no sienten, con lo que se refugian todavía más en su dura masculinidad. Y así, toda nuestra cultura se está endureciendo cada vez más, y en poco tiempo acabará rompiéndose en pedazos.

Necesitamos dulzura, alma, anima, es decir, desarrollar nuevamente la capacidad de amar, de conmovernos, de alegrarnos, entristecernos, dejando de lado ese perfeccionismo masculino, racional, rigidizante, dando así lugar a una posibilidad de que todo ese sentir encuentre su cauce.

Cuando calentamos un líquido en una olla tapada herméticamente, la presión va en aumento, y, o bien le dejamos un pequeño orificio para que vaya descomprimiendo (que es lo que hacemos hoy en día con películas emotivas, emprendimientos ecológicos conmovedores, el culto a la infancia y demás), o bien ese orificio se va ocluyendo de a poco, hasta que todo acaba volando por los aires.

Hemos perdido a la mujer, tanto en el hombre como en la mujer misma. Somos todos machos hoy en día.

Una de las formas de "despertar" el anima olvidada en los demás consiste en aprender a no responder en términos de animus, esto es, si alguien nos increpa con dureza, exigiendo perfección (animus), nosotros podemos reaccionar desde el anima, es decir, desde la paciente recepción de esa actitud, pero evidenciando que comprendemos que, detrás de esa dureza superficial de nuestro interlocutor, reside un corazón dulce y comprensivo, que anhela calma y amor. Aunque esto pueda parecer muy meloso o religioso, su efecto es contundente, demoledor, ya que si reaccionáramos desde el animus, fríamente, racionalmente, nuestro increpador sentiría que somos tan agudos como él y que merecemos esa dureza. Mientras que si reaccionamos desde el anima, forzosamente tendrá que reconocer que ése aspecto dulce (anima) es algo que él ha querido sepultar, y con ello lo obligaremos a que éste último regrese a su consciencia. Aunque no lleguemos a ver inmediatamente ese cambio, el mecanismo se habrá puesto en marcha. Esa es la fuerza de la mujer, la misma que aplicaron  Jesús, Gandhi, Mandela, y otros a lo largo de la historia.

El rechazo y olvido del anima no hace que ésta desaparezca. Todo lo contrario, simplemente se convierte en sombra, en lo que permanece oculto bajo el tapete, y, cuando no vemos algo, u olvidamos que está allí, puede hacer presa de nosotros, justamente, porque no lo podemos anticipar. Así es que nos hemos vuelto una cultura hipersensible, como oposición de lo que queríamos echar fuera de nuestra vida.

Me explico. Si me convierto en una persona sumamente mental, racional, previsora, ordenada, y destierro al sentir, pierdo contacto con el mundo emocional, y ya no sé como sentir. Me vuelvo torpe, y lo que sería una simple tristeza, que debería durar unas horas o un día o dos, ahora puede que se instale y me dure años, o la vida entera. Así es que padecemos de problemas emocionales crónicos, que luego catalogamos con nombres rimbombantes como "depresión", o "síndrome de hipersensibilidad emocional", lo cual muestra cómo el animus, lo único que conocemos, intenta infructuosamente manipular, encasillar y controlar, lo que no puede ser controlado, ya que necesita simplemente ser expresado.

Así es que la psicología de la mujer (y con ello la del hombre también) encontraría un gran equilibrio regresando simplemente al sentir, al corazón, dando la posibilidad a la mujer de convertirse en uno de los arquetipos clásicos que la caracterizan: el de sanadora, o mejor, el de Sophía, de la sabiduría intuitiva.

Si tenemos en cuenta que la mujer es la gestora de vida, y la que imprime los primeros patrones en los niños que crecen, éste cambio de actitud podría redundar en un cambio en el futuro de la humanidad.

Pablo Veloso.

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