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El propósito de la vida

234 ILUS PABLO w

Una de las preguntas más insidiosas y molestas que un ser humano puede hacerse consiste en inquirir acerca del motivo de su existencia como ente, como ser individual, el famoso: “¿por qué existo?” 

Vemos que existe la vida en infinitas formas, algunas muy elementales y simples, y otras más elaboradas y complejas. Cuando dicha complejidad crece hasta un grado suficiente, surge lo que el filósofo alemán Leibnitz denominaba apercepción, palabra con la cual buscaba crear una distinción respecto al mero percibir. Con la primera se refería a esa cualidad que poseen los mamíferos superiores, y que consiste en no sólo poseer la capacidad de pensar o sentir (percepción), sino en poseer además la capacidad de ser consciente de que se está teniendo un determinado pensamiento o emoción. Mientras que con la segunda se refería al simple ser consciente, es decir, poder pensar o sentir, cosa que cualquier animal o vegetal fácilmente puede hacer.

Cuando somos capaces de, no sólo pensar, sino saber qué estamos pensando, surge en nosotros la distintiva capacidad de poseer un centro referencial (ego) mediante el cual podemos hacer alusión a nosotros mismos en relación al entorno y a los demás, o en otras palabras, comenzamos a ser “alguien” en este universo.

A partir del surgimiento de dicho centro egoico se pone en marcha nuestra capacidad reflexiva, la cual nos permite generar juicios, evaluaciones y decisiones útiles.

Imaginemos a un hombre solitario, aislado en la montaña. Vive allí desde hace varios años ya, nadie lo visita, tanto es así que ya no sabe si es bueno o malo, si es inteligente o no, si es bello o feo. Vive en un estado de indefinición, o como diría Jung, de “antinomia semiconsciente”. Esto es, sabe difusamente que tiene tendencias y comportamientos, pero no es capaz de definirlos adecuadamente. No se conoce y eso lo incomoda. Sabe que necesita algo pero no sabe qué es. Si él fuera un árbol o un perro, no tendría demasiado problema, ya que se contrastaría con el sol o la brisa, pero su dinámica humana exige una clarificación más puntual y detallada, por lo que, sin apenas notarlo, anda nervioso y en la búsqueda de algo que le permita generar tal definición.

Un día, su hijo se va a vivir con él. A partir de ese momento tiene un par de ojos que lo contemplan. 

Esos ojos lo escudriñan con detalle, pero a veces el niño se entretiene con sus juegos y deja de prestar atención a su padre, por lo que él lo busca y le habla duramente y lo provoca (con la excusa más nimia), de forma que el niño reaccione ante sus palabras con alguna opinión o queja. Así también, cuando el niño comienza a admirar a su padre y todo acerca de él comienza a parecerle fabuloso, el padre nuevamente se verá obligado a inventarse alguna excusa para castigarlo y así obligarlo a que “despierte” de su fascinación cegadora y regrese a su función de evaluación objetiva de su progenitor.

Podríamos decir que el telos o propósito del niño es calificar a su padre e informarle acerca de cómo lo ve. Así también ocurre con todas nuestras relaciones, sean éstas con otros seres humanos, con nuestras mascotas, con nuestra dimensión inconsciente, o lo que es lo mismo, con Dios. Toda relación conlleva la necesidad de facilitar la demarcación de nuestras fronteras.

Esta dimensión de la vida que consideramos inexpresable, inabarcable, que a veces llamamos “Dios” o bien “lo inconsciente”, es como el padre de nuestra alegoría, que necesita ser definida o demarcada, y para lo cual se debe crear un punto de referencia o ego que continuamente dé cuenta de lo que ve de forma “dialogal”. Y si dicho ego se olvidase de su función y comenzase a creerse la autosuficiente, aquella otra parte deberá actuar “despertándolo”, a veces mediante una irrupción un tanto violenta (por ejemplo una depresión, angustia, miedo o ansiedad) de manera que en su malestar, cuestione lo que le ocurre. Y, al no bastarle las respuestas que él mismo pueda darse, necesite preguntarle a sus estratos más profundos (inconsciente, Dios), lo que obligará a dicha profundidad a pronunciarse, a expresarse o explicarse, lo que la llevará a su vez a ordenarse y a “blanquearse”.

Así, la razón por la cual el padre necesita de la opinión de su hijo es que el no saber cómo equivale a lo que llamaríamos “el mal”, o simplemente, “el caos”. 

Lo contrario al caos es el orden, o dicho de otra manera “el bien”. Por lo que el padre necesita definición, orden, o lo que es lo mismo: ser bueno. Esta es la razón por la que inculcará a su hijo que debe luchar contra el mal, desorden o caos en él, dado que si no lo hace, el propio hijo tampoco sería alguien, y no podría cumplir su función.

Cada vez que padre e hijo se asemejan, se deja de cumplir el propósito de la vida, con lo que todo el sistema comienza a “recalentarse”. Lo anterior ocurre cada vez que el hijo se identifica con el padre: “juego a la pelota como mi papá”, o bien el padre sobreprotege al hijo (lo fagocita), con lo cual lo anula como entidad separada capaz de evaluarlo. Pero también ocurre cuando padre e hijo discuten y se distancian (ya no lo evaluará por haberse alejado). Por ello, es necesario que exista una identidad clara y separada en cada uno (el bien), pero a su vez, un fructífero diálogo.

El problema es que si bien el padre sabe que tiene aspectos “pesadillos”, caóticos (el mal), a la vez busca clarificar quién es. Pero si lo clarifica por completo acabará dándose cuenta de que es tan terriblemente devastador y cruel como la propia Naturaleza. Por lo que buscará que su hijo resalte la versión “bonita” de él (el Dios de Amor propuesto por Jesús), con la consiguiente dificultad de que acabará “colgándole” su “lado oscuro” a algún otro. Pero como la vida busca tanto la definición como el descanso del “no ser”, llegará el día en que esa “oscuridad” no deseada le será devuelta por el destino de formas poco agradables (la batalla del Armagedón del apocalipsis), tan solo con la intención de que la reconozca. El resultado será una dolorosa integración y un reposo que no durará mucho, ya que la vida otra vez querrá definirse, y la rueda volverá a girar….solo que en una octava superior esta vez.

Pablo Veloso

Hoy en día, muchas mujeres guían su vida de acuerdo a valores de producción, de lo que "conviene", de lo "óptimo", en lugar de dar espacio a un corazón que suaviza las cosas.

La mujer ha perdido su esencia, ha vendido su alma al diablo, literalmente (ya que el alma es el anima y el diablo se relaciona con el animus), con lo que ha ganado mucho materialmente, pero ha conseguido alienarse y sentirse carente de aquello que es su propio centro.

Cuando una mujer siente, se conmueve, o se quebranta emocionalmente, eso, hasta un cierto punto es consentido y aceptado, ya que alguien tiene que encarnar y simbolizar lo ausente (el alma). Pero sus congéneres, las otras mujeres, tienden a verla como una vergüenza de su clase, como alguien que no pudo alcanzar el status adecuado, el de hombre.

Volver a sentir es el verdadero desafío de nuestra cultura, no solo de las mujeres, ya que los hombres hemos olvidado como hacerlo también, pero, para alguien cuyo centro es el sentir, perderlo es perderlo todo.

Hace falta que las mujeres se permitan eso que hoy en día interpretan como debilidad, pero que no lo es en absoluto, ya que no hay nada más fuerte que la paciencia, la contención o la dulzura.

No estoy proponiendo que la mujer no estudie o que se aleje de toda función intelectual, sino que evite el caer en una dureza racional que pretende "pensarlo todo", aún lo que se siente.

Si las mujeres aceptan este desafío, estarán "sanando" a toda la especie humana. Los hombres también están neuróticos, ya que ellos tampoco encuentran dónde depositar sus proyecciones emocionales, ya que las mujeres ya no sienten, con lo que se refugian todavía más en su dura masculinidad. Y así, toda nuestra cultura se está endureciendo cada vez más, y en poco tiempo acabará rompiéndose en pedazos.

Necesitamos dulzura, alma, anima, es decir, desarrollar nuevamente la capacidad de amar, de conmovernos, de alegrarnos, entristecernos, dejando de lado ese perfeccionismo masculino, racional, rigidizante, dando así lugar a una posibilidad de que todo ese sentir encuentre su cauce.

Cuando calentamos un líquido en una olla tapada herméticamente, la presión va en aumento, y, o bien le dejamos un pequeño orificio para que vaya descomprimiendo (que es lo que hacemos hoy en día con películas emotivas, emprendimientos ecológicos conmovedores, el culto a la infancia y demás), o bien ese orificio se va ocluyendo de a poco, hasta que todo acaba volando por los aires.

Hemos perdido a la mujer, tanto en el hombre como en la mujer misma. Somos todos machos hoy en día.

Una de las formas de "despertar" el anima olvidada en los demás consiste en aprender a no responder en términos de animus, esto es, si alguien nos increpa con dureza, exigiendo perfección (animus), nosotros podemos reaccionar desde el anima, es decir, desde la paciente recepción de esa actitud, pero evidenciando que comprendemos que, detrás de esa dureza superficial de nuestro interlocutor, reside un corazón dulce y comprensivo, que anhela calma y amor. Aunque esto pueda parecer muy meloso o religioso, su efecto es contundente, demoledor, ya que si reaccionáramos desde el animus, fríamente, racionalmente, nuestro increpador sentiría que somos tan agudos como él y que merecemos esa dureza. Mientras que si reaccionamos desde el anima, forzosamente tendrá que reconocer que ése aspecto dulce (anima) es algo que él ha querido sepultar, y con ello lo obligaremos a que éste último regrese a su consciencia. Aunque no lleguemos a ver inmediatamente ese cambio, el mecanismo se habrá puesto en marcha. Esa es la fuerza de la mujer, la misma que aplicaron  Jesús, Gandhi, Mandela, y otros a lo largo de la historia.

El rechazo y olvido del anima no hace que ésta desaparezca. Todo lo contrario, simplemente se convierte en sombra, en lo que permanece oculto bajo el tapete, y, cuando no vemos algo, u olvidamos que está allí, puede hacer presa de nosotros, justamente, porque no lo podemos anticipar. Así es que nos hemos vuelto una cultura hipersensible, como oposición de lo que queríamos echar fuera de nuestra vida.

Me explico. Si me convierto en una persona sumamente mental, racional, previsora, ordenada, y destierro al sentir, pierdo contacto con el mundo emocional, y ya no sé como sentir. Me vuelvo torpe, y lo que sería una simple tristeza, que debería durar unas horas o un día o dos, ahora puede que se instale y me dure años, o la vida entera. Así es que padecemos de problemas emocionales crónicos, que luego catalogamos con nombres rimbombantes como "depresión", o "síndrome de hipersensibilidad emocional", lo cual muestra cómo el animus, lo único que conocemos, intenta infructuosamente manipular, encasillar y controlar, lo que no puede ser controlado, ya que necesita simplemente ser expresado.

Así es que la psicología de la mujer (y con ello la del hombre también) encontraría un gran equilibrio regresando simplemente al sentir, al corazón, dando la posibilidad a la mujer de convertirse en uno de los arquetipos clásicos que la caracterizan: el de sanadora, o mejor, el de Sophía, de la sabiduría intuitiva.

Si tenemos en cuenta que la mujer es la gestora de vida, y la que imprime los primeros patrones en los niños que crecen, éste cambio de actitud podría redundar en un cambio en el futuro de la humanidad.

Pablo Veloso.

COLABORADORES Revista Verdemente