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EVA ÁLVAREZ

FOTO EVACUENTOS TAOÍSTAS

Terapeuta en medicina tradicional china (carrera de cinco años), en Medicina taoista, y con diversos títulos específicos de las técnicas que aplico ... pero con los años me he dado cuenta que si bien los títulos son importantes y necesarios para dominar la técnica básica no llegan a cubrir la esencia de la profesión ni el dominio de una disciplina, éso la persona lo percibe en el encuentro y en los resultados y Yo, en profundizar con un pasito más cada día.
He tenido la gran posibilidad de estudiar con dos maestros que me han transmitido su experiencia de manera tradicional (maestro-discípula) y he aprendido también increíblemente con cada persona que ha pasado por mi consultorio...aunque creo que sobretodo mi principal aporte es haberme tratado con medicina tradicional china durante muchos años, antes ni siquiera de saber que ésta iba a ser mi profesión. Éso me hace poder empatizar con quien se sienta del otro lado y tratar de guiar y acompañar entendiendo el camino que se transita.

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La niña y los árboles

243 ILUS EVA2 1wÉrase una vez una niña que amaba los árboles y sentía que éstos eran sus auténticos amigos y familia. Ella vivía en un pueblo muy particular llamado Viejunes del Moral. Se ubicaba en plena llanura castellana pero no parecía de ahí. Viniendo por cualquiera de las carreteras, podías ver campos infinitos de trigo o girasoles. Al mirar al horizonte siempre veías la mitad azul y mitad amarilla o verde según la estación.

Pero al llegar a Viejunes te recibía una fila de álamos blancos y, afinando el oído, hasta podías escuchar un río. Los riscos comenzaban a esa misma altura y antes de visualizar la primera casa se veían ya las montañas al fondo.

Así que en medio de la llanura castellana se sitúa Viejunes del Moral, orgulloso de sus montañas, su bosque de pinos y un sotobosque de enebros: una especie de oasis fresco en medio del llano.

Pero volvamos a nuestra protagonista: Cuando la pequeña terminaba el colegio siempre salía corriendo para que le diera tiempo a darse una vuelta por sus “lugares estratégicos”: la visita a la huerta por ejemplo era obligada. El primero que la recibía en la entrada, tornándola majestuosa y elegante era el nogal centenario, que sólo con su presencia ya imponía respeto. Después estaba uno de sus preferidos: el manzano, que tenía una rama quebrada desde tiempos inmemoriales y que era perfecta para trepar, sentarse o columpiarse. Normalmente ese paso por la huerta incluía también comer alguna de las frutas, ya sea del ciruelo, de los melocotoneros… todo dependía de la estación, o de lo que sentía en el momento. Le encantaban también las flores que daban, sus favoritas eran las de su querido manzano. Cuando tenía algo más de tiempo se perdía en el pinar: para ella era como entrar a una aventura, un ambiente especial, casi como en la ciudad sería el escenario de un cine o un teatro donde todo puede pasar: había otro clima, sonidos, animales y personajes que hacían que siempre fuera diferente.

Durante años los paseos vespertinos con la abuela y sus amigas, ya sea que la llamaran sólo para caminar o para recolectar setas, ir a la montaña a por té o hierbas, ella los tomaba como un momento de investigación. Se iba fijando en todos los árboles por si se le había escapado de la vista alguno, o si les había atacado alguna plaga, o simplemente cómo les trataba el invierno.

A su mejor amigo ella lo llamaba “parada del autobús”. Estaba a las afueras del pueblo, por una carretera secundaria pasando un par de colinas, cuando el paisaje ya era de nuevo azul, amarillo y seco. En un alto se encontraba este olmo enorme de copa redonda que daba una sombra extensa, larga y reconfortante. Una de sus raíces era suficiente para servir de asiento para la niña. Allí ella pasaba las horas contándole a su amigo sus cosas o escapando de alguna regañina familiar.

Los años pasaron y sus padres después de un lío de herencias decidieron irse del pueblo. Ella pasaba los días apesadumbrada y sus padres no entendían muy bien el por qué, ya que no tenía grandes amigos ni amigas en el pueblo ni era muy sociable. Pero ella había aprendido a guardar el secreto de su relación con los árboles, especialmente después de las miradas de asombro que había recibido cuando la encontraron una vez dormida abrazada a uno.

Sus amigos le habían enseñado paciencia y robustez, sabría esperar.

Los primeros días en la ciudad preguntaba por qué los arboles estaban en medio de la calle en esos huecos cuadrados de tierra y percibió con mucho asombro una gran tristeza en ellos. Pero también le sorprendieron los colores: jacarandás morados que no había visto nunca y otros de los que no sabía el nombre, pero que le parecía que tenían un color tan amarillo que casi habían copiado al sol. Poco a poco fue estableciendo contacto con ellos, pero no encontraba dónde sentarse y estar a gusto, ya fuera porque no había lugar o porque siempre pasaba gente cerca.

Los padres nunca volvieron al pueblo. Ella al cumplir dieciocho años lo primero que hizo fue sacarse el carnet de conducir. El mismo día que se lo dieron les pidió a sus padres el coche. Le temblaban las piernas cuando cogió la carretera sola por primera vez, pero ella sabía que era su momento, lo había sentido profundamente en el cuerpo y no tenía dudas. Siguió la ruta que había estado estudiando durante años para regresar a su Viejunes querido. Cuando llegó a la altura de los álamos abrió las ventanillas y pasó con el coche, amigo por amigo, abrazándolos a todos hasta que cayó la noche. Sólo alguien que conociera el lenguaje de las personas y los árboles podría decir quién estaba más feliz si ellos o la niña.

La tía Filomena

242 EVA—Hola Rufino— dijo Blas en un tono uniforme mientras movía la cabeza con un gesto hacia arriba.

—¡Blas! Hace varios días que no te veo salir a caminar por la mañana, ¿qué te ha pasado? — respondió Rufino. Pues no lo se exactamente, pero no me siento bien. No tengo nada por lo que ir al médico, pero estoy raro. —le dijo un poco apesadumbrado Blas.

¡Vente! Vámonos al bar que deben estar los demás con la partida de dominó: juegas un rato, te tomas algo, y vas a ver como sales nuevo —le dijo Rufino.

Y bastones en mano, Blas y Rufino caminaron por las eras de vuelta al centro de Viejunes del Moral, al bar de Pepe donde siempre iban.

¡Hombre Blas! ¡Dichosos los ojos, has estao desaparecío!, ¿qué te ha pasao? — le preguntó Eusebio, que siempre ha sido el más altanero del grupo.

¡Pues no lo sé! me empecé a sentir un poco mal y creí que estaba cansado, pero he dormido mucho y no se me va —le respondió Blas.

¿Y te duele algo? —preguntó Donato que había sido el médico del pueblo durante muchos años. No, que va —le respondió Blas. Eso es lo raro. Y no sé a quién preguntar ni qué hacer.

Bueno, siéntate que estábamos por empezar la partida —dijo Eusebio.

Para mí que a éste le han echado un mal de ojo o ha comido algo que estaba medio envenenao o algo así — dijo Pepe, el dueño del bar, desde lejos.

Y varios movieron la cabeza con signo de afirmación.

¡Si estuvieran aquí la Filomena o la Pilar! —suspiró Pepe mientras sacaba los chatos.

La Pilar me han dicho que ahora está en una residencia en Ávila—dijo Eusebio. ¡Qué ojo tenía para adivinar todo! Siempre sabía quién estaba embarazada, si iba a ser niño o niña, y los que iban a sobrevivir.

¿Y quién era la Filomena? — preguntó Macario.

¡Claro! como tú te fuiste a Madrid de niño no la conociste —respondió Rufino y con el vaso en la mano y el codo en la mesa empezó:

La Tía Filomena vivía más allá del alto del pozo, casi en la montaña, sola desde siempre. Todos decían que era medio bruja, pero ella estaba a lo suyo: se levantaba muy temprano, se peinaba siempre con un moño, tenia dos o tres perros, gallinas y demás, pero no era muy sociable. Vivía su vida, nadie le prestaba mucha atención… ¡eso sí! todo el mundo la criticaba y le decía “pareces una bruja con esa pinta que llevas, como vas y esas cosas… ya sabes”.

Pero mira qué casualidad que una vez estaban varios niños jugando, levantaron una piedra y debajo había un enjambre de abejas que salió detrás de ellos. En esto que a uno de los niños le picó una en la zona del ojo, y se le empezó a hinchar la cara, el ojo, ¡todo! No sabes cómo estaba… La madre asustada que qué iba a hacer con el niño y la tía Melchora que ya sabes cómo era de echada “pa’lante” le dijo: oye, ¿por qué no vas donde la Filomena? Ella siempre anda con las hierbas.

Y como no encontraban una solución mejor, porque ya sabéis como era antes: tú, Donato, atendías casi a diez pueblos… y no había móvil como ahora. -Todos rieron-.

La cosa es que se acercaron a la casa de la tía Filomena y cuando vio al niño, sin decir nada, le cogió, se le llevo para dentro y nos dijo a todos: ¡esperar ahí! Y todos con un suspense tremendo, a ver qué pasaba. De repente salió diciendo: ¿de quién es este pequeño? y algunos decían que de la Pascuala y otros que de la Eufemia…Bueno, pues en vez de estar ahí como pasmarotes, marchaos, enteraos y traerla para acá.

Y mientras tanto cogió al niño e hizo una cataplasma con una manzanilla amarga que como nos enteramos después, que era más relajante y limpiaba y desinfectaba mejor los ojos que la dulce. Hizo la mezcla con un barro y otras cosas que ella tenía allí y cuando apareció la Pascuala le dio un paquetito como en un trapo, y le dijo que se lo aplicara dos o tres veces al día. Y para sorpresa de todos, efectivamente funcionó. Desde aquel momento la gente la respeto mucho más, ella se fue integrando también y ha sido la mejor curandera que ha tenido este pueblo. Es una pena que todo eso se haya perdido, ¡lo bien que nos vendría ahora!”

La verdad que sí —intervino Donato. A mí al principio me parecían todo eso brujerías, pero luego me ayudó mucho en el trabajo. ¿Os acordáis que le regaló un caballo uno, al que curo de ya no me acuerdo qué? Pues ella iba a muchos pueblos cuando la llamaban de sus cosas o cuando yo no llegaba.

Deberíamos enterarnos si alguien aprendió con ella o hay alguien parecido en alguno de los pueblos del otro lado de la montaña—dijo Rufino.

¡Muy buena idea! —dijo sonriendo con un poco más de luz en sus ojos Blas.

Naturalmente

239 EVAComo cada primer fin de semana del mes desde que pasó la adolescencia (¡y de eso ya han pasado años!), María se iba al pueblo a ver a su abuela Marta. Le gustaba mucho Viejunes del Moral, siempre pensaba que tenía algo diferente. Y así era, ya que pocos pueblos de la llanura castellana tenían una vida tan dinámica: la mayoría eran personas longevas, pero se mantenían en gran estado de salud. Don José, por ejemplo, uno de los más veteranos rozando los noventa, no perdonaba su caminata diaria hasta Navalmoral, a casi seis kilómetros de distancia, con baño incluido salvo que el río estuviera congelado.
No eran ni las doce cuando María llegó, pero ya llegaba el olor desde que abrió la puerta del coche de la inconfundible comida de su abuela. Eran habitas con jamón esta vez, uno de sus platos favoritos, siempre cocinado a fuego lento con una mezcla de especias y hierbas que nadie conocía y que las hacía únicas.
— ¿Qué te pasa María? Te veo muy cansada—le dijo Marta—.
—¡Ay abuela, sí, estoy agotada! — respondió María—. He estado toda la semana de un lado para otro y aunque he tratado de parar el ritmo, no sé qué pasa que no puedo. El otro día no podía ni levantarme de la cama. ¡no sé qué hacer! —suspiró casi asomando una lágrima.
—Bueno hija— respondió la abuela mientras la miraba a los ojos sin que ella se diera cuenta— empecemos por tomar un té y aprovechar este sol tan maravilloso.
Marta se fue a la cocina y cogió la manzanilla que se estaba secando y que seguramente había recolectado su abuela en los paseos vespertinos con sus amigas a la montaña. Elixir de la eterna juventud solía llamar ella a esos paseos.
—Cuando esté lista, salte aquí fuera y charlamos. Yo te espero que me viene bien tomar un poquito el sol. — gritó la abuela desde fuera.
María sacó las tazas de té y se sentó sobre esas sillas de mimbre que eran como una leyenda en casa de Marta, tenían muchísimos años pero se mantenían como nuevas y lo mejor, eran comodísimas. Su mirada se quedó clavada en el infinito mientras que soplaba la taza de té aún caliente en un silencio no buscado pero muy placentero.
—Mira hija, ponte a observar a Hugo— dijo la abuela de repente.
A María casi se le cae la taza del saltó que dio.
—¿A Hugo tu perro? — preguntó María—.
—Sí, sí, a Hugo. Fíjate cómo está tomando el sol igual que yo. Él sabe que queda poco de sol porque se viene el invierno y hay que aprovecharlo. Y estate atenta porque cuando se levante se estirará y se sacudirá. Llámalo vas a ver —respondió Marta—.
—¡Es verdad! — se reía María.
—Sigue de reojo observando cómo vive, que le vas a ver que en algún momento va a comer hierba, no es que tenga hambre, es que siempre que le traes cosas de Madrid se empacha porque no está acostumbrado y es su forma de purgarse. Y mientras que sigues de reojo a Hugo, vete enfocándote en Pepe. Pepe el gato sí. —continuó explicándole Marta—.
María no entendía muy bien por qué le estaba contando eso su abuela, pero siguió atenta escuchando.
— ¿Has visto que él también se estira y sacude? — Marta le preguntó directamente mirándola porque notaba que se estaba desconcentrando de lo que la estaba contando—.
—Pero además se entrena en diferentes momentos de día: a veces lo hace solo, como si fuera una lucha con una sombra o a veces juega con una bola, un corcho o lo que sea. También caza animales para demostrar su habilidad y estar preparado por lo que pueda pasar.
Y se rieron las dos.
—Es totalmente independiente—continuó la abuela—acuérdate que se baña lamiéndose, se afila las uñas, si quisiera podría cazar para comer, sus necesidades no se ni dónde las hace y busca cariño cuando quiere y, cuando se cansa, se va por ahí.
Las tripas de María comenzaron a sonar.
Y ya lo último que pido que te fijes antes de que vayamos a ver como anda el fuego con la comida — dijo la abuela con sonrisa pícara¬—. ¡Mira nuestro nogal! que de tantos momentos de hambre nos ha sacado. Él también está aprovechando el sol, crece a su ritmo y sigue su proceso, da flor, empieza a generar el fruto, lo endurece y queda listo para dar o para dejarlas caer. En ciclos una y otra vez.
Abuela y nieta se sonrieron y Marta le acarició la mejilla mientras le decía «así hija mía somos nosotras también: debemos seguir las estaciones, hay momentos para aprovechar el sol, momentos para dormir. En la naturaleza no hay prisas, nada se deja sin hacer, pero todo va fluyendo hasta encontrar su momento, todo de manera progresiva. Un árbol, por ejemplo, pasa por todas sus etapas hasta dar fruto. Nadie se olvida de comer, ni de limpiarse, de estirar y moverse para encontrarse listo».
La diferencia — continuó— es que los momentos en la ciudad los forzáis con la cabeza, es como si quisierais encajar un libro dentro de una botella y cuando no funciona en vez de buscar otro envase calentáis la botella para dilatarla y que entre. Cuando no sepas qué ritmo debes tener, fíjate en la naturaleza, en el resto de seres vivos con los que compartimos el mundo, ellos te enseñarán. Ellos y tu instinto natural que a veces está tapado, pero está si lo quieres escuchar.
María abrazó a su abuela mientras que lloraba suspirando como si una gran carga pesada se estuviera liberando en esas lágrimas. Cuando estuvo más tranquila se acordó de las habas.
— ¡Ay,abuela! ¡El fuego! ¬— y salieron corriendo las dos hacia la cocina.